23.3.16

De Beatles y Miseria






Era 1963, y nosotros de una pobreza absoluta. Sin fruto capaz de crecerle a los postes de luz, ni raíces aptas para derrotar la frialdad del pavimento; desde la remota infancia, mis hermanos y yo aprendimos que no hay pobreza comparable a la de quienes se mueren de miseria en la ciudad.
 
La nuestra era una familia compuesta por nueve bocas, siempre hambrientas: las de mis padres, apaciguando con peleas su desesperanza, además de las nuestras, siendo la mía, con trece años, la de mayor edad. 
Las disputas por el oxigeno entre cuatro paredes desbaratándose por la humedad era ardua; la gritería del drama diario, el único pan sobre la mesa; las trompadas con los niños ricos del barrio; el futbol y su igualdad incomparable; la mugre y las piltrafas de ropa heredadas al menor hermano inmediato hacían de la convivencia cotidiana el mas claro ejemplo de los escalones que dan estatura de condena a la mezquina escalera de nuestro escalafón social.
 
Por experiencia propia, sostendré siempre que aquellos quienes, al igual que yo, se han negado a envejecer aferrándose al desvencijado bote de la nostalgia, habrán de recordar por siempre que el inicio de este vicio pernicioso de adorar a los fantasmas mediante la invocación musical, comenzó aquel día cuando percibimos en el viento la densidad de un ritmo impregnado de niebla y de tristeza, de amor y delirio; acordes de guitarras capaces de hacer germinar la semilla libertaria en algunos, y en otros el descubrimiento providencial de la propia voz.
 
Fuimos nosotros, los jóvenes y los niños, quienes dimos primero con el origen de aquello que amenazaba ya en otros países con volver loco a todo el mundo. Dejamos los trompos de pie haciendo surcos en la tierra y las canicas tronando en plena reacción nuclear. Nos dejamos guiar por el anzuelo ensartado en las orejas y aparecimos en tropel dentro del salitroso y fresco taller de sastrería del tío Emiliano, quien girando la perilla del volumen en su diminuto radio rojo al instante de vernos entrar en tropel, marcó con su greda suave el límite divisorio entre lo de hoy y lo que estaba acabándose por siempre jamás en ese justo instante. Nos sentimos levantados del piso por un ritmo de tal belleza popular que incluso se dejaba acompañar por la labor de la máquina de coser, por los rollos de tela cayendo desmayados y por los carretes deshilvanándose en un estropicio de placer.
Salimos del cuarto de sastrería con el alma aún al filo del abismo, ansiosos, inquietos y con el compromiso de vida de estar junto a la radio todas las semanas, a la misma hora, escuchando, además de lo ya escuchado, un tema semanal inédito, resultante de un par de años de desfase creativo por la censura oficial, seguido de la noticia estrepitosa de que un tal John Lennon había sido un niño pobre, como nosotros, así de pobre, y que hoy quería llegar a ser tan grande y tan rico como Elvis Presley, a quien apenas habíamos oído, acostumbrados como estabamos a la tropical dictadura de las huarachas, mambos y merecumbés de las fiestas adultas; de igual manera nos quedabamos boquiabiertos ante la maravilla de que a dos extraños apellidados Harrison y McCartney se les había visto paseando en un auto lujoso bajo la llovizna, buscando una residencia de diez pisos, con salón de juegos y un bosque propio dentro de la propiedad; nos enterabamos también que a un sujeto apodado Ringo le habían regalado un anillo coronado por un rubí del tamaño de una naranja madura y concluiamos sin decir una palabra, que nuestra miseria se podía conjurar si lográbamos domar a la bestia de la música con las misma maestría con la que aquellos cuatro jóvenes de un puerto llamado Liverpool se habían sobrepuesto a la suya, a pesar de haber nacido al ritmo de las explosiones de la Segunda Guerra Mundial.
 
Hoy, tras seis décadas sobre esta tierra, puedo decir con el corazón en calma, que nunca pude vencer a la pobreza, con el chorreado bigote intacto de mi juventud y los ojos de animal soñador y triste, soy un solitario irremediable, caminante empedernido que va siempre de la mano de quién fué a los trece años, el mismo que con llanto enterró la niñez bajó un árbol de Chapultepec, para que no le estorbara en la lucha diaria por ganarse la vida y por el bien de la supervivencia familiar; ese que todavía siente los ojos inundarse de recuerdos por el embrujo de los cuatro grandes, y en la garganta aún mantiene bien apretado el nudo del lazó con el que evitó desbarrancarse en la locura y que sigue bien atado a la música de aquella época, guiada por la voz de Los Beatles cantando lo que, sin saber su idioma, sabíamos entrañable como si fuera acerca de nosotros mismos y como si entendieramos del diario batallar por amar sin ser vencido.



Ilustración y cuento publicados en el periódico Imagen de Veracruz

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